Cuando Naya, una preciosa labrador parisina color canela, me adoptó hace 8 años era mi primera experiencia con un perro. Yo era de las que se lavaba las manos cada vez que la acariciaba o me lamía, la que se reía de sus amigos cuando trataban al perro como si fuera un niño y que ponía el grito en el cielo porque un can compartiera el agua del mar con humanos. Gracias a Naya empecé a humanizarme. La limpio con toallitas de bebé cada vez que llegamos a casa (más que nada por la mierda que hay en las calles… por cierto, la toallita sale más negra en Barcelona que cuando nos vamos a la montaña), duerme conmigo, la quiero más que a nadie ni nada y ahora mismo prefiero compartir baño con perros que con determinadas personas (he descubierto que el can suele ser y estar más limpio, en todos los sentidos, que el animal humano). (…) SEGUIR LEYENDO