Ante la posibilidad de entrevistar esta tarde a Julio Anguita, me ha sucedido algo realmente curioso y casi enternecedor en un contexto como el que estamos viviendo. Porque es citar el nombre del Califa Rojo y haber quórum, charles con el que charles (izquierda, derecha, centro, agnósticos o espectadores de Sálvame): «un político honesto, una persona buena». Si en él hay un rasgo estético que lo represente será su barba. La lleva desde «el 8 del 12 de 1977» por «motivos sentimentales», y de ahí ya no le sacas nada más. Una barba, ahora blanca, siempre perfectamente cuidada y recortada (ya podrían aprender muchos). Tanto es así, que en un mitin en 1993, una intérprete de sordomudos cubría la parte inferior de su rostro para referirse al comunista cordobés. Debe ser algo coqueto, la elegancia, para lucirla, hay que trabajarla. Pero en él, la clase (la actitud con la que presta también a su atavío) se traduce en respeto y eso, para un político, debería ser el pan de cada día. Sus jerséis y sus chalecos de punto se entremezclan con camisas tejanas y no hay miedo a vestir un buen traje. La corbata, en contadas ocasiones. Seguirán preguntándome los líderes de izquierdas actuales cómo adornar sus ideas para que la gente los reconozca (algo que, debo reconocer, me causa un vértigo terrible), la respuesta está cada vez más clara: ante todo, hay que ser (sentirse) de izquierdas.