La aparente frialdad con la que Francisco recibió al presidente francés fue ayer la comidilla de todas las tertulias políticas. El Papa, normalmente alegre y cercano, se mostraba algo distante y serio. Muchos han justificado este extraño comportamiento del pontífice hacia su invitado por la laicidad de Hollande y las medidas aprobadas por su gobierno (simplicidad del aborto, matrimonio homosexual y primeros pasos hacia la eutanasia). Otros, también, apostaban porque el verdadero motivo de la hostilidad se debe al triángulo amoroso protagonizado por el socialista galo. Sin embargo, fue simplemente la actitud empequeñecida de François Hollande al pisar el Vaticano la que lo condenó a tal recibimiento. Porque si uno llega nervioso, cabizbajo y con la absoluta convicción de haber pecado (pese a su ausencia de fe) en vez de encontrarse con otro jefe de estado (de igual a igual), se topa ante un líder espiritual y todo lo que eso conlleva (un hombre vestido de blanco, que pese a resultar afable, es moralmente superior). Porque la mayoría de veces, el trato que recibimos de los demás lo provocamos nosotros mismos con nuestros temores, remordimientos e inseguridades.