«Es mejor caminar descalzo que robando zapatillas»
BSO Hasta siempre, comandante por Carlos Puebla
(Perfil incluido en Espejo de Marx, ¿la izquierda no puede vestir bien?)
Deseosos de exhibir tan valioso trofeo, hace hoy 50 años, los asesinos del guerrillero ordenaron a la enfermera que lavara, peinara e incluso afeitara al cadáver. Todo «para que no quedara duda» de que aquel cuerpo sin vida era el de Ernesto Guevara. Cuando llegaron los periodistas y los curiosos a contemplar el cuadro, la metamorfosis ya era completa. Coinciden los biógrafos que, sin pretenderlo, al presentar al caído con el torso desnudo y la cabeza ligeramente levantada, el ejército boliviano acababa de convertir a su principal enemigo en el mayor político del siglo XX. Con una mirada lúcida -motivada, tal vez, por la posteridad que le aguardaba- y una expresión burlona en su boca -quizá divertido por la ingenuidad de sus verdugos-, la última paz que exhaló el alma del muerto contribuyó irónicamente a tan cuidada puesta en escena. Si el símil estaba claro («el Cristo armado» o el «Cristo Rojo»), que su captor se adueñara de su Rolex y su pipa cumplió, una vez más en la historia, el presagio de la Sagrada Escritura: «Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes. Y así lo hicieron los soldados.»
Pero el lustre al que sometieron al rebelde poco iba a servir, por lo menos a sus allegados, para reconocerlo. Ya de mozo, las anécdotas sobre su dejadez en el vestir lo singularizaban en los círculos elitistas que frecuentaba: era capaz de presentarse con un zapato de cada color o lucir una pantalón rasgado a la altura del muslo y emparcharlo con cinta adhesiva. «Su desparpajo en la vestimenta nos daba risa, y al mismo tiempo, un poco de vergüenza. No se sacaba de encima una camisa blanca de nylon transparente más que cuando estaba tirando a gris por el uso. Se compraba los zapatos en los remates, de manera que sus pies nunca parecían iguales», explicó Chinchina Ferreyra, una amiga del grupo de niños bien con los que se codeaba Guevara durante sus años de bachillerato. Las persistentes burlas sobre su apariencia le traían al pairo. Una informalidad vacilante, sin complejos, que únicamente predispone la seguridad de pertenecer a la clase media alta y el poseer ojos penetrantes, una sonrisa pícara y una elegancia natural para dirigir cada uno de sus gestos.
Lógicamente, este placer que le concedía ridiculizar el protocolo no iba a desaparecer al convertirse en Che. Orgulloso de ser un guerrillero, siempre lucía su holgado uniforme verde olivo, las botas militares desatadas hasta media caña, la barba rala y el pelo enmarañado. Y salvo escasas excepciones -como ante Mao, Stalin o en la ONU-, la camisa asomaba rigurosamente por fuera del pantalón. Solo en una ocasión (1966), infiltrado bajo el nombre de Adolfo González Mena para no ser identificado a su llegada a La Paz, aceptó disfrazarse de burócrata: se cortó el pelo (renunció a su característico pico de viuda), se afeitó la barba, se enfundó un buen traje, se anudó una corbata y difuminó su delatadora mirada con gafas de montura gruesa). Para la caracterización contó con la ayuda de un dentista que Fidel Castro le había enviado. Entre las muchas molestias que se tomaron para completar el camuflaje destaca la creación de una prótesis dental y unas lentes con capacidad retrovisora. Ni siquiera los meses como presidente del banco cubano marcaron estéticamente. Porque tampoco los kilos de más que ganó durante aquella etapa eran fruto del afán capitalista, sino de la cortisona que debía suministrase para mitigar los síntomas del asma que padecía desde niño. Las únicas prendas por la que sentía debilidad eran las gorras y los cascos de soldado. De ahí que la boina negra realzada con la distinción de mando dorada se convirtiera en su mayor seña iconográfica. «El símbolo de mi nombramiento (como comandante), una pequeña estrella, me fue dada por Celia (Sánchez) junto con uno de los relojes de pulsera que habían encargado a Manzanillo», escribió sobre el origen de su mítico tocado el propio argentino. Pero tras renuncIar a su méritos en La Habana, cayó también el astro: en su etapa en África, la boina fue gris y algo más ancha y en Bolivia adoptó una cachucha, el gorro típico de las clases trabajadoras.
A pesar de su profeso abandono personal, en el retrato más reproducido del mundo, captado, por casualidad, por el fotógrafo cubano Alberto Korda en 1961, un atuendo inusual en Ernesto Guevara le apartó el garbo que ya no solía presentar. Aquel día de marzo hacía fresco en La Habana y un amigo mejicano le prestó una chamarra. De este modo, una vez ya convertido en mártir, pasó al imaginario social y a estamparse hasta la saciedad en banderas, posters, carteras, boinas, corbatas, ropa interior… y millones de camisetas. Después de Jesús, nunca antes un revolucionario había inspirado tantísimo al entramado capitalista.