Un pañuelo blanco de tela. A poder ser, con las iniciales bordadas. Lo llevas en el interior del bolsillo para cualquier imprevisto. Porque no hace falta que lleguen el frío y los malditos resfriados para poder lucirlo. Tampoco es imprescindible que haya una dama compungida cerca para que brote la caballerosidad. Así, en el funeral de Simon Peres te impresiona (te desagrada y entristece) que su hijo se seque el llanto (y resto de fluidos, pero no voy a entrar en descripciones más precisas) con las manos. Tu boca se deprime para expresar pena (desagrado, asco, repulsión) por lo que estás contemplando. Que un hombre tan mayor ataviado con traje no lleve un pañuelo de tela se te antoja triste e incomprensible. Y ya sea por bondad, solidaridad o porque sabes que cuando acabe el oficio vas a tener que darle la mano a ese individuo, le prestas tu pañuelo. La cámara de tu fotógrafo oficial capta la secuencia. Y yo, damas y caballeros (los pocos que queden), muero de amor. #loveObama